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Jesús del Caso en el rodaje en Namibia

Namibia, la tierra de casi nadie

Oct 22 2020

16 de diciembre de 2019. Autor: Jesús del Caso

Pero hay casis que, aunque mínimos, lo son todo: esencia pura, de los que dejan poso y casi agujero en el alma siempre caldeada, abierta de par en par, del buen viajero.

Veamos. Que en Namibia el viajero puede deambular al gusto sin encontrarse a nadie es un hecho, pero que pueda hacerlo pasando desapercibido ya es cosa bien distinta, porque en Namibia, las rocas, las dunas y los arbustos tienen ojos, por la cuenta que les trae, y un cúmulo insospechado de vida te rodea en mitad del páramo más desierto que habrás visto en tu vida. 

Los ojos de los bosquimanos del Kalahari no tienen fondo. Son diminutos, de un negro brillante, como esos botones que llevan cosidos los muñecos de trapo. Y de trapo parece la piel curtida de sus caras, casi prolongaciones o arrugados mapas del territorio. Los ojos de los bosquimanos ven más allá de lo que podamos ver cualquier fulano, porque de ello depende, o al menos ha dependido tradicionalmente, que ese día o los siguientes se pueda encontrar refugio, se pueda comer o no ser comido; o muchas cosas más, que nunca llegaremos a saber, pero que llegaremos a imaginar si tenemos la suerte de encontrarlos, de que nos cuenten sus cosas, y nos dirijan esos ojos precisos, llenos de infinita curiosidad. 

Namibia es un país desparramado, como de un planeta infinito, y resulta casi difícil de digerir tanto espacio para un europeo. Los días se suceden atravesando el desierto. Centenares y centenares de kilómetros de cualquier cosa menos carreteras. Los camiones todoterreno que transportan viajeros, lo hacen cruzando el Namib envueltos en una nube de polvo. Solo las huellas de los anteriores dan fe de que sí, parece que uno se dirige a alguna parte. 

Y llegar en Namibia a alguna parte puede no decir mucho, pero aquí uno aprende a valorar las cosas de otro modo. Este es un destino para viajeros viajados, hechos a abrir la mente y darle tiempo al tiempo. Cuando el paisaje no cambia durante días de camión y esa parte a la que por fin llegas apenas te brinda un espacio para acampar, un baño y, si hay suerte, algo de sombra, aprendes a valorar tu existencia minúscula y a disfrutarla como algo mágico, casi anecdótico, en ese baño de enormidad. 

Si recorres Namibia, aparte de horizontes infinitos, dormirás más cerca de las estrellas que casi en ninguna otra parte. De alguna manera, en este lugar del mundo, todo invita a lo mínimo o a lo máximo, sin término medio. Contemplar la noche estrellada en el desierto, en la más absoluta oscuridad y en el profundo silencio, invita por igual a la introspección y a las preguntas más siderales. Pero que no se os olvide dormir, porque en alguna parte de este mundo la tierra se abre para dejarnos boquiabiertos.

Casi de la nada aparecen los grandes cañones. La tierra se parte a lo enorme y nos deja delante mismo de las narices unos de los cañones más grandes del mundo: el cañón del del Rio Fish. Mas al norte encontraremos otros, como el de Sesriem, pero no tan impresionantes como este zarpazo gigante que rasga más 160 kilómetros del lomo africano. Casi, nada.

Cerca de Sesriem, precisamente, encontramos las dunas en torno a Sossusvlei, algunas famosísimas y super fotografiadas como la Duna 45 o la Duna 7. Probablemente las imágenes clave de Namibia van pintadas de su naranja brillante, el mismo que pinta las que bordean Deadvlei, la Laguna Muerta, uno de los lugares más impresionantes que uno puede recorrer en La Tierra. Pasear entre sus acacias muertas, renegridas por el sol supone bucear un paisaje distópico y apocalíptico. Apenas es posible evitar pensar con pavor que quizá sea un paisaje del futuro… 

El otro cárdeno insustituible de Namibia, es el de la piel de los himba. Existen pocas tribus tan icónicas en África, tan famosas y fotografiadas como este pueblo seminómada, victima, en tiempos no tan pasados de la incomprensión, del aislamiento y hasta de feroces pulsiones genocidas. himba significa “mendigo” y su historia está plagada de mala sombra y requiebros nefastos. Si uno se llega al norte del país, a la región de Kunene, se encontrará también en Kaokoland, la región que el apartheid sudafricano imaginó para el desarrollo, léase supervivencia, de la etnia himba.  Este aislamiento histórico y reciente, hace de los himba uno de los pueblos menos contactados de África y más auténtico en sus maneras de vivir aun bien entrado el s. XXI. Pero ojo. Que la imaginación vuele despacio. Esto los himba lo saben, porque algún paisano lo ha visto en la Wikipedia. El móvil llega hoy a todas partes. Pero no es de extrañar ni de criminalizar. Aquí el buen viajero ha de entender que los himba van al súper como todo hijo de vecino y que el mundo ya no es el era en el s. XX. El asunto tiene truco. ¿Se puede visitar a los himba? Sí. ¿Se puede entrar en un auténtico poblado himba como elefante en cacharrería y contribuir al destrozo de su cultura y sus maneras de vivir? No, si se es un buen viajero. Evidentemente, para no convocar nuestro lado de paquidermo se han ideado ciertos mecanismos.

Otjikandero, el villorrio que visitamos, es un poblado educacional, lo explicamos bastante bien en el ep.02 de DESCUBRIR. Es un poblado preparado para la recepción de visitantes donde el intercambio cultural es aceptado, deseable y de acuerdo a ciertos protocolos y controles. En algún momento el viajero puede sentir que está en un zoológico humano. Tendrá motivos para pensarlo. Podemos constatar que el control es real, que en realidad no estamos invadiendo nada, pero, aun así, la sensación puede quedar ahí. Lo sé porque la tuve; y logré solucionarla rápidamente, incluso sabiendo que estaba rodando un documental y después se nos podría preguntar por los planos y las fotos que nos iban a faltar. Simplemente hice lo que creí justo, apagué la cámara, me olvidé de las fotos y de los planos. Nos dedicamos a mirar de frente y con nuestros propios ojos, esos grandes olvidados, a preguntar y a responder sin esperarnos llevar más que el recuerdo íntimo de aquellos estrictos momentos, de aquel riguroso presente. 

Pero los Himba, ciudadanos del mundo, nos relajaron, cercanos y desenfadados, sabiéndose las estrellas del viaje, pero sin darse más importancia que la artista devuelta ya de todo…

Nos pedían que encendiéramos la cámara, que les mostráramos como se veían ellos reflejados. Sin más controversia, puro entretenimiento, pura coquetería humana. Hubo que rendirse a la evidencia: no solo dan muy bien en cámara, el asunto de las fotos y los vídeos les gustaba incluso más que nosotros.

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