15 de mayo de 2020 Autor: Jesús del Caso
Hay tantos viajes y tantas formas de viajar como viajeros, pero hay lugares comunes, querencias recurrentes a las que los viajeros, así en general, volvemos una y otra vez sin importar la esquina del mundo en la que nos encontremos. A menudo, este conjunto de denominadores comunes viene por el lado de las sensaciones. Da igual qué tipo de viajero se sea; hay sensaciones que todos buscamos, o que, sin buscar, encontramos y que ubicamos de inmediato en lo más alto del altar de nuestros recuerdos. Muchas de esas sensaciones clave tienen que ver con lo más íntimo, con las satisfacciones más personales, esas que son capaces de conmoverte más profundamente.
Son mayoría los viajes en los que alguno de estos momentos se presenta para quedarse, pero ojo, éstos son como el tigre del safari: hay que centrarse en disfrutar del paisaje, del entorno, de nosotros mismos en ese aquí y ese ahora, esto es, del viaje en sí mismo. Y eso no quiere decir no anhelar esos momentos, no esperar solo al tigre ansiado. Es rasgo distintivo del #buenviajero viajar por el mero hecho de hacerlo, siendo responsable con nuestras propias expectativas y sabiendo que esos momentos, que ese tigre, son tan absolutamente especiales precisamente por su libertad de movimiento y lo arbitrario de su concurrencia. Como se suele decir lo mejor no se busca, se encuentra.
Lo más que podemos hacer y eso también es rasgo de #buenviajero es provocar, a mente abierta, situaciones con probabilidades. Eso es, en definitiva, viajar: invitar al destino. Y no, nada lo garantiza, pero si queremos ver ese tigre, lo lógico es empezar por ir de safari.
Pues bien, grabando el tercer episodio de “Descubrir”, en Bali, tuve la suerte de llevarme un buen revolcón, un buen “zasca” vital, que me acompañará de por vida. Uno de esos momentos. Tuve la suerte de conocer Widya Guna.
Como siempre, los amigos de Descubrir Tours habían diseñado un itinerario perfectamente organizado, no solo como viaje en sí, sino atendiendo las necesidades propias del rodaje de una serie para TV (ya dedicaré uno o varios artículos a estas particularidades). El caso es que, hacia el final de nuestra estancia en Bali, la gente de Widya Guna se iba a hacer cargo de la “traca final” que nos habría de llevar a Tirta Empul, el templo más sagrado de Bali y a Gunung Kawi, el, no tan conocido, pero espectacular Templo de los Reyes.
Necesidades o caprichos de la dirección de la serie (necesidades para dirección, caprichos para producción), se quiso incluir, en un emocionante “todo en un día” el Templo de los monos de Ubud y el fotogénico Taman Ayun, otro templo espectacular. Una vez llegado al consenso y organizado el tema al milímetro, gracias a la paciencia infinita de nuestros compañeros (sí, los de producción), solo quedaba madrugar, explicarle al guía los cambios y lo apretado del plan de rodaje y echarse, micros y cámara en mano, a la carretera.
Madrugamos, desayunamos, chequeamos todo y estábamos listos, bastante antes de la hora fijada, en la recepción. Un poco antes, ya mirábamos ansiosos por la ventana, la mano en el asa de la maleta, el trípode preparado para volar al maletero… Justo a la hora, empezamos a sonreír nerviosos: vaya hombre, hoy que vamos con tanta prisa… Pasando unos minutos, empezábamos a chequear por enésima vez las cámaras, las baterías… Pasando el cuarto de hora empezaron las llamadas, las sonrisas iban desapareciendo. Enredábamos con los grabadores, con los micros… Ni rastro del guía, empezábamos a ponernos muy nerviosos, empezábamos a temer cambios en el plan de rodaje… Bien pasada la media hora, ya empezamos a discutir esos cambios. A temernos lo peor… Pasada la hora, hablábamos abiertamente de renuncias y prioridades, sin saber muy bien qué hacer.
¡Hora y media después! con el equipo histérico, imaginaos, se abre la puerta y aparece en recepción un tipo vestido de blanco impecable, sonriendo tan tranquilo por debajo de su bigotillo, escrupulosamente recortado. Su turbante blanco, su fajín, sus chanclas, sus ademanes delicados, sumamente pausados… Las chanclas resuenan despreocupadamente, cada paso como una sonora bofetada, por la recepción del hotel en la que se ha hecho un silencio de ultratumba. Le miramos todos con la boca abierta. Él nos devuelve la mirada con una amplia sonrisa: buenos días, ¿están ustedes preparados? Lo que nos desmonta y nos deja absolutamente paralizados…
Quería asesinarlo, solo pensaba en los planos perdidos, en las escenas que nunca verían los espectadores. Y me indignaba aún más el descaro de aquel tipo cargándose horas de planificación sin una sola excusa, apareciendo mesiánico y sonreído, tan tranquilo, con sus educados buenos días… Luego se vio que el retraso no había sido culpa suya, pero igualmente, yo necesitaba descargar la furia en algo o en alguien. Durante horas me molestaron su sonrisilla displicente, su mirada altiva y su sola presencia, blanca, brillante y llena de una paz, que no concordaba en absoluto con la situación ni con mi estado de ánimo.
Ah, las emociones, de eso hablábamos ¿no? Nada como verte sublimado por ellas, esclavizado por ellas… En un viaje así, al otro lado del mundo, el viajero se ve más expuesto: lo malo es malo malísimo, lo bueno es lo más bueno, inmejorable… Odié a aquel tipo unas cuantas horas, lo reconozco, pese a que, sin inmutarse (eso era secretamente lo que más me dolía), hizo gala de una grandísima eficiencia, lejos de los servilismos infantiloides con los que, a veces, se tratan de subsanar este tipo de errores.
Catur, así se llamaba, el muy insolente, ayudó a reorganizar el plan del día a su modo, inescrutablemente pausado y eficaz, tratando de acomodar nuestras altas pretensiones al tiempo del que disponíamos. A la postre, solo renunciamos a ver Gunung Kawi. Y solo porque habían surgido oportunidades que antes no contemplábamos.
Variamos el plan: nos dirigimos al Bosque de los Monos, en Ubud, donde un mono me “atacó” y Catur desaprovechó una de las muchas oportunidades para caerme un poco menos mal (el asunto quedó retratado, en “riguroso directo” en el propio episodio de Bali).
Luego seguimos a Taman Ayun, impresionante, todo correcto. Y después, ahora sí, a la inolvidable Widya Guna.
Widya Guna, que significa “La buena educación” es un una escuela y hogar para niños huérfanos, niños sin recursos y niños discapacitados de Bali. Las diversas estancias: clases, dormitorios, comedores, taller y tienda de artesanía, etc. se distribuyen en torno a un jardín colorido y frondoso, lleno de flores y de plantas hermosas. Numerosos niños deambulaban por todas partes, acompañándonos en la visita y llenando el lugar de ruido y de vida.
Cuando llegó la hora de ponernos serios, cuando empezamos a preguntar, Catur y su esposa, Numa se sentaron con nosotros. Nos rodeaban los niños y las niñas, algunos, muy pequeños, apenas correteaban, también había un par de chicas mayores que se habían criado allí y ahora iban a la universidad. Estudiaban fisioterapia.
Todo el mundo ayuda aquí, pensamos que la fisioterapia era una buena elección para ellas, nos dijo Catur. Así nos ayudan con los discapacitados.
La pareja se explicaba, nosotros grabábamos, creíamos que algo extraordinario iba a quedar registrado y no nos equivocamos. Nos contaron que todo había empezado unos diez años atrás. Catur tenía una buena formación, un buen trabajo, pero sentía que algo no funcionaba a su alrededor. Había una necesidad extrema en las calles de la que nadie se ocupaba. Decenas de niños eran abandonados en los alrededores por sus discapacidades.
En Bali, nos explicó Catur, sin perder ni un segundo la sonrisa, la discapacidad física o intelectual es considerada un castigo por mal karma, por eso los mismos padres abandonan a los niños a su suerte.
Mientras Catur habla, Numa asiente, con sus profundos ojos negros y la mirada distraída por los recuerdos. Para él, en cambio no parecía existir más que el absoluto y rotundo presente.
Es más, abundaba Catur, se supone que estos niños están llenos de pecado, por eso está prohibido tocarlos, por eso se les prohíbe la entrada al templo o la escuela… Y lo dice manteniendo su sonrisa, esbozando una mueca apenas perceptible que no llega a constituir un reproche o un desprecio sino la mera aceptación de una realidad, por horrenda que sea.
Catur, el insolente, elegante y pausado Catur, la aceptaba de alguna manera. Lejos de manifestarse contra ella, lejos de alzar la voz (apostamos a que nunca le ha hecho falta alzar la voz), lejos de señalarla y combatirla verbalmente decidió enfrentarla de cara y ponerse sin más a contrarrestar sus efectos.
Lo hablé con Numa, no iba a ser nada fácil, íbamos a invertir nuestro dinero, nuestro tiempo, nuestra vida, en aquellos niños y en los que irían llegando, pero no tuvimos ninguna duda: era lo que debíamos hacer…
Lo contaba sin más, como si fuera lo más normal del mundo, pero Catur y Numa levantaron literalmente todo aquello que teníamos a nuestro alrededor con sus propias manos. Fueron llenándolo de niños, mientras levantaban muros y tejados, y han seguido llenando las aulas y dormitorios con aquellos a los que se les negaba la vida, todos estos años.
En el momento de nuestra visita Widya Guna tenía 99 niños, 34 discapacitados y 65 huérfanos locales. Habían desarrollado un exitoso programa internacional de apadrinamiento y eran numerosos lo voluntarios de todo el mundo que pasaban unos días en la escuela ayudando en las tareas diarias…
Comimos en en Widya Guna, elaboramos ofrendas para el templo con Numa; y con Catur y algunos de los chicos seguimos viaje en Bali, hacia Tirta Empul, donde terminaríamos nuestro periplo por la isla. Sí, con aquel tipo odioso y engreído, con aquella insolente y esplendida sonrisa.
Ah, las emociones. Hablábamos de ellas y de esos momentos…
¿Acaso podría que pensarse que un tipo del que aquella misma mañana dependían 99 vidas, que había creado de la nada un santuario, un homenaje a la vida como Widya Guna, a contracorriente de una comunidad, de una cultura, de un país, iba a dejar de sonreír por tener que dar un par de vueltas a un pobre plan de rodaje?
Permítanme un consejo: denle una oportunidad al destino, pónganselo fácil y viajen. Los Catur del mundo les estarán esperando, insolentes, con sus sonrisas, dispuestos a ofrecerles momentos y a constatar lo odioso y miserable que es odiar… o dejar de sonreír.